El juego en tierra extraña

Por fin, él le quitó también el paño que le cubría el sexo, y sus manos

comenzaron a explorarla. Ahora él también estaba desnudo. Tenía un
cuerpo magro, pálido, carente de toda fuerza, pero que, súbitamente,
ardía de deseo por esa muchachita que su padre había escogido para él.
Eres bella, Sara... dijo con un suspiro.

Los largos bucles rituales que le enmarcaban el rostro rozaron las
mejillas de Sara. Sus labios encontraron su boca. Su barba, aún poco
poblada, era suave.

Inundada de ternura, Sara sintió que todo temor la
abandonaba. Estrechó los flancos de Dan con sus manos pequeñas y
torpes. En la ventana titilaba una estrella. A ella no le costó habituarse a su nueva vida.

Además de servir a su marido, se ocupaba también de su suegro
Natán y de su cuñado Uriel, un muchacho de quince años que secundaba
a su padre y a su hermano en el taller.


No se encontraba en tierra extraña, lo que era una suerte para una
joven desposada. En esa aldea que no tardó en recorrer todos la conocían
y la apreciaban.

Lo que sí había cambiado eran el aire que respiraba y el paisaje.
Mientras que en Jericó reinaba un calor permanente, Betania vivía al ritmo
de estaciones bien definidas.

Tras la breve primavera venían largos meses tórridos, a los que sucedía el otoño, portador de lluvias. Y el invierno podía ser duro, al punto de quebrar las piedras y helar el agua en la tinaja.

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