Una vida tormentosa

No era sencillo entrar en Studio 54, la discoteca por antonomasia de Nueva York, pero Tomás Muñoz, un alto ejecutivo de la vieja CBS-Sony le dio 20 dólares (ahora serían muchos más) al cancerbero para que pudiéramos traspasar las puertas de la sala que fue un icono del sonambulismo de la coca en los años 70. Un lugar que le hubiera encantado a Freud, que era tan estrella como el mismísimo Truman Capote, al que era fácil verle camuflado con las estrellas del pop. Aquella noche tuvimos mucha suerte. Pudimos ver a Narada, Michael Walden, Patrice Rushen, Kid Creole, David Byrne y la mismísima Whitney Houston. 

Estábamos a finales de los felices 80. Narada era amigo mío mucho antes de que se descubriera como un gran pianista, como un gran productor. Me hice amigo de él cuando era batería en el grupo de Santana. Fue él quien me presentó a Whitney Houston. Francamente, me pareció un bombón, preciosa, con una sonrisa de ángel, un tipazo, alta y elegante, extremadamente simpática. Whitney había tenido un brutal éxito con su segundo álbum, producido por Narada, con aquel bailable I wanna dance with somebody. 

Volví a verla en Munich dos años después, con la promoción de I'm your baby tonight. Todavía con más éxito si cabe que el anterior. No había perdido esa sonrisa de millón de dólares. Igual de atractiva, muy guapa, con un tipazo sensacional... Pero se acababa de casar con Bobby Brown. Jamás lo entendí. 

Bobby era un energúmeno que había tenido cierto éxito con New Editions. Ni cantaba bien ni era músico. Pero era una máquina como amante. Había tenido cinco hijos legitimados con otras tantas mujeres y muchos problemas con las drogas y con la policía. El mundo de las tinieblas del rap, del hip-hop. Brown destrozó la vida a la princesa del pop. 

La siguiente vez que vi a Whitney fue, por supuesto, con el increíble éxito de I will always love you. No había perdido todavía el brillo de los ojos. Me contó que sólo Kevin Costner se había empeñado que cantara aquel viejo éxito de Dolly Parton. El cineasta, que tiene su propio grupo y es un fiel cliente de los viejos locales de música vaquera, sabía que las parejas de enamorados siempre se rendían a esta canción. 

Yo mismo estaba intrigado porque el tema lo inicia a capella con una afinación perfecta. Era como un milagro. Todavía me acuerdo de la sonrisa de Whitney cuando se lo pregunté y de que no me contestó. 

Años después, Dave Foster, el canadiense que había descubierto a los Corss y el productor del tema, me confesó que sí tenía una referencia armónica, pero que era igual. Whitney tenía la afinación más perfecta que había escuchado en su vida. Afinación perfecta, oído perfecto y narices rotas traspasadas por el polvo blanco. Por aquel tiempo, me dijeron que Bobby le había hecho probar la heroína esnifada y que la consumía a profusión. La princesa cayó como un juguete roto. No tenía voluntad. 

La última vez que vi a Whitney fue precisamente con Bobby. Fue en Viena, tras un concierto desconcertante. Whitney había caído en las redes, pero Clive Davis, el viejo zorro de la industria, que la descubrió, que la lanzó, que siempre creyó en ella, trataba de salvarla de tantos naufragios. Quiso recuperarla con el notable álbum My love is your love. Funcionó comercialmente a medias. La pobre gente de Arista-BMG Austria le había preparado una semi-fiesta, tras el concierto y Whitney se presentó más de una hora tarde, con Bobby de blanco. Parecía un dealer. Whitney estaba bastante peor. Tenía la cara demacrada. La famosa cara de vicio. Ni luz en sus ojos ni su sonrisa maravillosa. Parecía una mujer cabreada con el mundo. 

Había botellas de champán por algunas mesas y empezó a tirarlas: «Este champán es una mierda». Casi se cae al sentarse. Pero yo también, porque tenía que entrevistarla a continuación para televisión. Más o menos se acordaba de mí. Trató de ser simpática, pero contestaba con monosílabos. Parecía odiar el cine. Y, lo que es peor, odiaba al mundo. Era la imagen de un ángel caído. La princesa se había desvanecido y ni siquiera había posibilidad de que el beso de un príncipe pudiera despertarla de la pesadilla de las drogas. 

Clive Davis lloraba desconsolado la noche del sábado. Era su niña, su cariño, su princesa predilecta. Anoche, en los Grammys, Jennifer Hudson, la cantante que saltó a la fama con la película de la historia de la Motown, cantó en recuerdo de la gran Whitney Houston. 

Deja a su hija Bobby Cristina como heredera. No se llevó bien con ella, aunque se quedó con su custodia. Otra vez Bobby... que anoche lloraba en un escenario de Misisipi por la muerte de su ex mujer. Ya no podrá despertarla jamás con alguna sustancia, porque todas se escaparon por el sumidero de la bañera en una suite del hotel Beverly Hilton.

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