Andorra y sus mini-juegos

Los deportistas islandeses parecían deslumbrados por el sol y la luz que bajaban del cielo, calentando el opulento panal andorrano. Ellas, rubias, silenciosas y distantes, tan blancas como la leche desnatada, cargaban de sol, entre prueba y prueba, las baterías de sus cuerpos impecables; ellos, amables y disciplinados, escuchaban solemnemente el himno nacional de Islandia, con la mano derecha puesta sobre el corazón, cada vez que uno de sus compatriotas subía al podio. Los grandes rivales de los islandeses en estos IV Juegos de los Pequeños Estados de Europa, celebrados en el Principado de Andorra, han sido los atletas chipriotas, obsesionados por llevarse un buen puñado de trofeos a su isla. Ambas delegaciones han acaparado la mayor parte de las medallas, «pulverizando» récords se pasados juegos.

Sobre los mástiles del estadio olímpico de Andorra la Bella, con capacidad para 4.500 personas -7.000 espectadores presenciaron la inauguración- ondeaban las banderas de los países participantes en esta «miniolimpiada» de los Pequeños Estados Europeos: San Marino, Mónaco, Luxemburgo, Lietchenstein, Malta, Chipre, Islandia y Andorra. No se han batido marcas mundiales -nadie lo pretendía, ni siquiera los records de los Campeonatos de España de Atletismo, pero los aproximadamente novecientos atletas participantes se han dejado la piel en el intento. Han sido unos juegos íntimos y pasionados, dotados de una impecable organización por parte de los andorranos, en donde los pequeños estados de Europa, reinos, principados o democracias parlamentarias, que tan sólo tienen una participación simbólica en los grandes Juegos Olímpicos, han obtenido su propia gloria deportiva. Los IV Juegos de los Pequeños Estados de Europa se han celebrado bajo el auspicio del Comité Olímpico Internacional (COI).

Juan Antonio Samaranch, que asistió a la inauguración, calificó la ceremonia de «magnífica» y expresó su deseo de que los atletas que participen en los Juegos Olímpicos de Barcelona 92 -las grandes estrellas- «muestren el mismo espíritu de disciplina». Samaranch no estaba solo en la tribuna de los vips, demasiados, según criticó la prensa andorrana. El príncipe Alberto de Mónaco, la princesa Nora de Liechtenstein, los capitanes regentes de San Marino, los copríncipes de Andorra y parte de la jet set de los miniestados asistieron a la ceremonia de apertura. Sin embargo, en la opulenta Andorra, esta miniolimpiada ha pasado casi desapercibida.

En el penúltimo día de competiciones atléticas, la práctica totalidad del público estaba compuesto por los propios deportistas. Tan sólo en la semifinal de baloncesto, que enfrentaba a los equipos de Andorra e Islandia, los andorranos llenaron las gradas del polideportivo al mejor estilo de los fanáticos barcelonistas o madridistas, con insultos incluidos. Mientras las pruebas olímpicas se desarrollaban en los modernos complejos deportivos, algunos creados ex profeso para la ocasión -como la piscina olímpica, el campo de tiro y las pistas de tenis indoor, con un costo global de 3.000 millones de pesetas- los laboriosos andorranos, un pueblo de comerciantes ricos, bastantes indiferentes a todo lo que no sean sus negocios, proseguía su apacible vida.

Una casa recién construida en la calle principal de Andorra la Bella exhibía a modo de divisa grandes reproducciones de billetes de mil pesetas colgados de los balcones.

El lujo y la opulencia preside cada calle, cada escaparate, cada atasco y hasta el «look» de sus habitantes «genuinos», es decir, los 10.000 andorranos con pasaporte del país. Los 40.0)0 restantes son emigrantes. Como en el Kuwait ocupado y liberado ellos nunca podrán obtener la nacionalidad, no importa el tiempo que vivan aquí; tan sólo se les concede una «restringida residencia» planificada para que produzcan al máximo. «En Andorra tenemos un grave problema de mano de obra; los emigrantes que vienen de España o Portugal tienen que mentalizarse igual que si fueran a Alemania o Francia, porque aquí somos muy trabajadores», en idioma catalán, mezclado con toques «chic» en lengua francesa, el propietario de una tienda atiborrada de mercancía japonesa, que ha extendido sus negocios al sector hotelero, es decir, hacia las laderas de estos empinados valles.

La única oportunidad de obtener la nacionalidad andorrana es casándose con una nativa, «y ésas no quedan, o son bastante racistas», dice José Pablo Luján, emigrante catalán con cinco años de residencia. «Antes trabajé en Francia, y si no fuera por el idioma y la proximidad de mi casa en Barcelona, me sentiría aquí igual de marginado que me sentí allí. Los andorranos son una élite y el resto simples currantes que trabajamos para ellos», agrega Luján, que ha podido comprarse, con sus ahorros, una flamante moto de 1.000 centímetros cúbicos. Las calles parecen un brillante limbo donde pueden hallarse los más sofisticados productos de Europa, Japón y los Estados Unidos, según dicen, un 30% más baratos. El Gobierno de Andorra, cuyo presupuesto anual es de 18.000 millones de pesetas, vive básicamente de los impuestos de entrada de aduana, es decir, el pago de tasas por importación. Como en tantos paraísos fiscales exentos de impuestos, los andorranos son un pueblo sin una personalidad definida, mezcla de comerciantes catalanes con pedigrí francés. Los «minijuegos» no son sino un reclamo más de un gran «duty-free».

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