Manual escolar para ser un ateo darwinista.

Según una leyenda de Tasmania, el dios Moinee cayó en la Tierra tras perder una terrible batalla en las estrellas contra el dios Dromerdeener. Antes de morir, como último acto de generosidad, Moinee decidió crear a los humanos. Aunque como lo hizo con excesiva prisa, se olvidó de quitarles la cola de canguro, error corregido poco después por el todopoderoso Dromerdeener.

Según una leyenda hebrea, Dios hizo el primer hombre del polvo, lo llamó Adán e hizo que se pareciera a él mismo. Le situó en un bello jardín llamado Edén y como vio que estaba solo le rodeó de animales y después creó una mujer, Eva, a partir de una de sus costillas. Desgraciadamente, había en el jardín una serpiente malvada que le dio a probar a Eva el fruto prohibido.

Podríamos estar así, embobados como niños, escuchando la voz cautivadora del biólogo darwinista Richard Dawkins entre los 5.000 espectadores que abarrotaron el Albert Hall de Londres. El controvertido autor de El espejismo de Dios ha ascendido al podio de los grandes: el tercer científico -después de Albert Einstein y Stephen Hawking- en hablar ante tan distinguida audiencia, y el primero en hacerlo en calidad de ateo.

Pero Dawkins decidió enterrar la daga con la que a veces defiende su evolucionismo militante y prefirió ganarse a la audiencia leyendo fragmentos de La magia de la realidad, su nuevo libro, en el que intenta explicarles la ciencia a los niños (y los no tan niños) con preguntas tan persuasivas como éstas: ¿Quién fue la primera persona? ¿De qué están hechas las cosas? ¿Qué es un arcoíris? ¿Cuándo empezó todo? ¿Estamos solos?

Antes de adentrarse en leyendas tasmanas y en el Génesis, y de pulverizarlas con la ayuda inestimable de Darwin, Dawkins quiso dejar bien claro qué quiere decir con eso de la realidad mágica: «No me refiero a la magia de los milagros ni a la magia de Harry Potter, sino a la poesía de la vida. A veces, la ciencia es más poética que todos los mitos que hemos creado antes para explicar lo inexplicable».

Y es entonces cuando el científico ateo habla de la «magia lenta» de la evolución, de esos cambios graduales e inapreciables en el sentido humano del tiempo: «Esto puede sorprenderles, pero en realidad no hubo una primera persona como tal, porque todas las personas han de tener unos padres, y esos padres han de ser también personas. Lo mismo sucede con los conejos, y con los cocodrilos, y con las libélulas. Todos somos fruto de una evolución y compartimos un árbol genealógico que nos llevaría hasta un pez, hace 417 millones de años».

Para rematar su argumento, y poniéndose a la engañosa altura de los niños, Dawkins nos recuerda cómo «el cambio gradual» se manifiesta en nuestras propias vidas: «No hay un día en el calendario en que dejamos de ser bebés o en el que empezamos a ser viejos... He ahí la magia de la evolución, que en el fondo es tan poética y fácil de entender como cualquier leyenda, si la sabemos explicar».

Cualquiera diría que Dawkins ha dado en el clavo esta vez, si nos guiamos por el aluvión de críticas benignas. «Un texto persuasivo para todas las edades», escribe Neville Hawcock en el Financial Times. «Capaz de explicar la ciencia con la habilidad para contar historias de Homero y con la capacidad para entretener de Kipling», sentencia Tim Radford en The Guardian.

«A veces me he preguntado si los mitos y las leyendas pueden ser perniciosos en la educación infantil y pueden predisponer a los niños contra las explicaciones científicas», admite Dawkins. «Pero también me pregunto si se puede explicar la realidad de otra manera, para hacerla más poética y también más divertida, y lograr que las mentes de los niños sean más receptivas a la dinámica de la evolución». El Big Bang, las estrellas, los átomos, la refracción de la luz o el movimiento de las placas tectónicas son algunas de las «realidades» que pasan bajo el prisma peculiar de Dawkins, que arranca capítulo a capítulo con la explicación mitológica que precedió siempre a la ciencia... «Y aunque haya cosas que los mejores científicos no sean aún capaces de explicar, la respuesta más sensata que podemos darle a un niño es ésta: 'Aún no lo comprendemos, pero estamos trabajando en ello'».

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