Freddy Krueger el ídolo de la juventud

Cuando en 1984 el cineasta norteamericano Wes Craven, artesano especializado en películas de terror Serie B, cedió los derechos sobre el personaje protagonista de su obra más taquillera hasta la fecha, Pesadilla en Elm Street, a la productora independiente New Line, no se imaginaba la repercusión desorbitada que su criatura, el asesino de adolescentes Freddy Krueger, iba a tener en los ámbitos más insospechados del consumismo moderno. No en vano se había pasado más de cinco años tratando de colocar su invento. 

Un tiempo suficiente para cogerle manía a cualquier cosa: incluso a la gallina de los huevos de oro. Algo más de tiempo ha tenido el bueno de Creaven para arrepentirse de su gesto impulsivo y hasta para tratar de repetir la jugada (su más reciente film, Shocker está protagonizado por un condenado a la silla eléctrica que regresa del Más Allá de los televisores para cargarse a los chicos buenos), pero hay milagros que sólo se producen una vez en la vida... o en el cine, arte «reproductor» por naturaleza. En poco más de media década, Freddy, con su cara quemada, su sombero roto, su jersey a rayas rojas y azules, su humor corrosivo y sus afiladas cuchillas acopladas a un guante de cuero, protagonista absoluto de cinco largometrajes de éxito, cómics, canciones y una serie televisiva que ha sobrepasado ya las cuarenta entregas, entre otras muchas cosas, se ha convertido en el ídolo de la juventud de medio mundo. 

También es referencia obligada a la hora de entender la sensibilidad pop a finales de siglo: la que aúna los programas concurso con las tesis filosóficas, las películas coloreadas con los faxes revolucionarios, y prefiere los ejemplos de maldad extrema a las sensiblerías al uso de héroes de moral recta y aburrida ¿Cultura basura? Algunos lo llaman así.


Según las premisas argumentales fijadas por Craven en la primera Pesadilla en Elm Street, y por sus continuadores en las secuelas, Freddy, el personaje, es la consecuencia inevitable de unas cuantas desgracias. La primera se sitúa en un pasado más o menos remoto (en la Navidad de 1946, para ser exactos), cuando la joven religiosa Amanda Krueger es encerrada por error en la celda de los locos peligrosos del sanatorio para criminales del condado de Springwood. Allí, a merced de sus improvisados anfitriones, recibe el trato que tiene reservado toda aspirante a mártir como Dios y sus crueles preceptos mandan. Es decir, que a los nueve meses da a luz a un pequeño bastardo de mente y cuerpo retorcido: Fred. 

Las demás desgracias tienen lugar algunos años después. Juzgado por sus fechorías tras ser sorprendido en la fase más comprometida de su ocupación favorita, pero declarado inocente por culpa de un tecnicismo legal, acaba siendo quemado por un grupo de padres furiosos. Más adelante, Freddy, alimentado por un deseo de venganza incontenible, regresa de la tumba cada vez que se le antoja, y siempre que sus incondicionales estén dispuestos a pasar de nuevo por taquilla para verle actuar impunemente.

Una vez«resucitado», se introduce a la fuerza en los sueños de los adolescentes, y, desde allí, les tienta, les maltrata, les insulta y les hace pedacitos. Amparado por su esencia onírica y surrealista, es capaz de hacer cualquier cosa con tal de añadir dieciseisañeros a su larga lista de víctimas, y se mueve como pez en el agua en un terreno abonado para la sugerencia y el escapismo en estado puro: el mundo de los sueños. Todo ello provoca en algunos de nosotros, cinéfagos con predisposición al psicoanálisis de estar por casa, una serie de segundas lecturas gratificantes (¿acaso Krueger no es la representación perfecta de todos los temores adolescentes -sexo, diferencias generacionales, espinillas, suspensos...- y, a la vez, la sublimación salvaje y furiosamente atractiva de todos ellos?).

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