Clara y sus vídeojuegos

Desde un piso próximo, Clara, de 14 años, fue una de las vecinas que oyeron movimientos extraños en la casa de José. «Unos gritos me despertaron a las siete y algo de la mañana. Oí a la madre y a la niña gritando, y luego muchas correntías por la casa». Después volvió el silencio. «Me dormí», reconoce ella. Y por la mañana alguien le comentó que unos policías habían llamado al portero automático de los Rabadán. Nadie contestó y se marcharon.

En el piso de arriba de Clara, solo en el mundo como tantas veces había soñado, José trasladó el cuerpo de su hermana hasta la bañera y le cubrió la cabeza con un plástico. A su padre, con otra bolsa ocultándole el rostro, lo arrastró sin llegar a introducirlo en la bañera. Cansado, quizás, dejó a su madre desangrada a los pies de la cama de María -donde abandonó la katana- y la cubrió con una sábana.

Antes de salir a la calle, sin llaves, dispuesto a no volver jamás, se cambió de ropas aunque conservó los calzoncillos y la camiseta manchados de sangre. Rebuscó por toda la casa y sólo encontró unas 15.000 pesetas, que se echó en el bolsillo junto con el teléfono móvil. En cuanto fuera una hora prudente, llamaría a Sonia para anunciarle su inminente viaje a Barcelona.

El martes, cuando José Rabadán fue detenido en la estación de ferrocarriles de Alicante, tras 48 horas de huida de la policía, tenía un billete de tren en el bolsillo. Su aventura juvenil había descarrilado para siempre.

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