Las mujeres huyen de los charlatanes

La obra de Barbara Ehrenreich y Deirdre English no es desconocida para los lectores españoles. Las tristemente desaparecidas Ediciones de La Sal llegaron a publicar hasta tres ediciones del folleto que está en el origen de este estupendo libro pues, como cuentan las autoras, en él no hacen sino presentar de forma ordenada los centenares de documentos que les fueron remitidos por los lectores norteamericanos de su primera obra. En aquella edición se incluían dos artículos. Por su propio bien es una reconstrucción de la historia de la medicina norteamericana de los últimos ciento cincuenta años desde el punto de vista de las mujeres, en su doble papel de practicantes y de usuarias de los servicios médicos. El panorama que se ofrece no puede ser más fascinante. 

La clase médica norteamericana carece del carácter de «sacerdocio civil» que la tradición impone a la europea y, desde un principio, se movió sin tapujos por impulsos netamente crematísticos. En consecuencia, se sometió sin dudar, en un primer momento a la demanda de su clientela más adinerada y, ya a finales del XIX, cuando la investigación sanitaria empieza a requerir de inversiones considerables, a los dictados de los benefactores que financiarán laboratorios y hospitales. En este caso, los grandes empresarios de la industria y las finanzas. Este peculiar desarrollo de la medicina a capricho del mundo del dinero corre parejo a la creación de un nuevo estereotipo de mujer. la mujer romántica. A principios del XIX, el pensamiento revolucionario burgués elaborará dos modelos femeninos alternativos: el racional, basado en el principio de igualdad, que pretende la incorporación de la mujer a los ámbitos modernos de la industria, la política democrática y el mercado, y el romántico, que mantiene a la mujer en el hogar, el reducto burgués de la naturaleza, la paz y los afectos en un mundo dominado por la lucha feroz por la supervivencia. El modelo romántico de femineidad se impondrá ampliamente. 


Pero, a medida que crece el mundo moderno, el hogar se va quedando vacío. Las dignas esposas de los industriales de Boston y Nueva York ven como, día a día, sus vidas van perdiendo sentido. Las sirvientas hacen el trabajo de la casa, los internados educan a los niños, el marido pasa fuera todo el día y las obras benéficas aún no se han puesto de moda. Un vago malestar se apodera de las señoras. Y ahí está el médico de familia, cuyos emolumentos abona generosamente el esposo, para hacerlo desaparecer. La receta es unánime: desde su más tierna edad, una mujer de clase debe apartarse de toda actividad, especialmente intelectual, so pena de enfermedad. La doma de las mujeres del XIX pasa por su transformación en enfermas crónicas. Las manifestaciones. funcionales de la biología femenina se convertirán en verdaderas dolencias, que precisan largos tratamientos. Como hacen notar las autoras, tales tratamientos son tan caros como careces de cualquier base científica. De hecho, es la época dorada de la adicción de las amas de casa al opio, en sus más variadas presentaciones farmaceúticas. 

Mientras tanto, las mujeres de las clases populares son atendidas por otras mujeres, las sanadoras, que practican una medicina tradicional, basada generalmente en la observación empírica de las virtudes curativas de las plantas. Poco a poco, los médicos formados en las escuelas de medicina, y más tarde en las universidades, las irán sustityendo. Como apuntan Ehrenreich y English, la disputa entre médicos regulares y sanadoras por la clientela de los barrios pobres no se encona hasta finales del XIX, cuando se introduce en Estados Unidos la medicina experimental. Los nuevos tratamientos no pueden ser experimen tados impunemente con un paciente de pago: es preciso que los desheredados de la'ab fortuna presten sus cuerpos a la ciencia en los recién inaugurados hospitales universitarios. El siglo XX se inicia, pues, con una epidemia masiva de «trastornos femeninos» y el destierro definitivo de la medicina de la cultura popular. Las mujeres caen sin escapatoria posible en manos de los expertos. El mayor avance sanitario de finales del XIX fué, sin duda, el decubrimiento del papel de los microorganismos en el desarrollo de las enfermedades. 

El terror a los gérmenes se extiende tan deprisa como sólo puede extenderse el terror. Los médicos descubren en el ama de casa de clase media, hasta entonces no demasiado ocupada, una aliada a la que victimizan. La obsesión por la higiene multiplica el trabajo doméstico. Desde entonces hasta hoy, miles de millones de mujeres, cuyo número crece a medida que se extiende por el mundo el american way of life», comprarán emplearán sin reposo cualquier producto de limpieza cuya publicidad asegure que «destruye los gérmenes». Locura germicida que no se sabe haya desterrado ninguna enfermedad importante, pero que nos permite acostarnos cada noche con la conciencia tranquila: a pesar de que hemos convertido el armario de la cocina es un arsenal de productos tóxicos, la televisión nos asegura que «velamos por la salud de los nuestros». En los años treinta, la obsesión por la limpieza y la práctica desaparición del servicio doméstico desterrarán, por un momento, el fantasma de los «trastornos femeninos». Los psicoanalistas se encargarán de devolver a las mujeres su viejo amigo, el malestar. 

La vulgarización del psicoanálisis en los cuarenta hará recaer sobre las mujeres, y más específicamente las madres, la culpa de todos los males de la sociedad norteamericana. Es la época del «descubrimiento del niño», que encuentra en el experto a su mejor aliado, que le protege de la madre castradora, de la madre permisiva, de la madre psicótica. La maternidad, como la misma femineidad, es para la tradición psicoanálitica pura patología, desviación de lo genérico humano... Sólo bien entrados los setenta los expertos iniciarán una decadencia que aún no se ha consumado. Porque más que de decadencia puede hablarse de degradación. El pulido y circunspecto médico de familia, el docto y laborioso investigador bioquímico, el psicoanalista que se había codeado con la mejor sociedad europea se han visto desplazados por vuduastrólogos, magicómicos computerizados, karmacharlatanes y otra infinita ralea de suplantadores. Quizá sea lo que se merecen los norteamericanos de hoy. Aunque entre sus filas se encuentren ensayistas tan sensatos y cuidadosos como Barbara Ehrenreich y Deirdre English.

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