Las yonquis de Alcalá de Guadaira

Hasta los gitanos, que pertenecen a la comuna más reacia a relacionarse con «la madera», empozaron a ver el asunto con otros ojos, y la misma mañana que este reportero visitó la comisaría se produjo en la misma puerta ese milagro: un chaval gitano, recién salido de la cárcel, amarillo como un limón, lleno de mataduras y transparencias, estaba esperando a los policías para rogarles que le quitaran del caballo: «Por mi culpa se han enganchado dos hermanos pequeños, y a mi madre la estoy matando». 

La imagen de Antonio Vargas Saavedra (padres y diez hermanos hacinados en un piso «social» de 60 metros cuadrados) en la puerta de la comisaría, desafiando las turbias miradas que quisieran verle como un confidente, da una idea de la que han organizado Antonio y Gabriel. Después de asegurarle éste que por la tarde iría a verle y que esa misma noche podrían empezar («Pero tienes que encerrarte en tu casa y no salir hasta que yo vaya, ¿eh?», Antonio Vargas, que se ha pinchado hace un rato para reunir fuerzas, le coge de la manga y le dice: «Tú estás sacando a muchos de esto, te mereces un montón de galones aquí».


Las «yonquis» de Alcalá de Guadaira, que las hay, lo tienen más crudo que los varones: no tienen a nadie que se ocupe de ellas. «Nosotros no podemos -dice Antonio Rojas, no podemos pasarnos las noches con ellas como hacemos con los chicos. Además, están más enganchadas si cabe que ellos, y no sé si tendríamos el mismo éxito, creo que no». Una solución podría ser que alguna mujer policía de Sevilla se trasladara a Alcalá, pero no es eso lo único quedes falta. En realidad, salvo las ganas y el natural bueno y dócil de los toxicómanos, Antonio y Gabriel no tienen nada, ni un local. «No necesitamos dinero, el dinero es justo lo único que no nos hace falta para nada. Pero sí otro tipo de ayuda, y, de hecho, hay gente que nos proporciona chandals, o vídeos, o cosas así. Ahora bien; lo más urgente es tener una casa para poder pasar allí con los chicos las noches del síndrome, porque en sus casas hay hermanillos chicos que se asustan con los gritos, y, además, siempre hay algún colega que intenta pasarles papelinas de matute, aunque nosotros las interceptamos». 

El comisario Pérez Fernández, que anda feliz pero asustado con la resonancia que están teniendo los métodos de sus agentes, asume su papel de darle un aire orgánico e institucional a lo que no es sino el trabajo de dos tíos valientes, y a tal efecto tiene apuntados los seis puntos graduales de actuación aprobados por la Junta local de Seguridad Ciudadana: 1. Detección del que se está iniciando en el consumo de drogas. 2. Identificación del mismo. 3. Grado de adicción, circunstancias personales y familiares. 4. Conocimiento de las causas motivadoras de la adicción. 5. Contacto con él, concienciación y ánimos para dejarlo. y 6. Promesa de apoyo permanente por parte de los agentes Rojas y Jiménez, compañía diaria y ejercicios físicos coadyudantes del tratamiento médico. Si la jueza se enrolla bien y, cuando la Ley lo permite (lo permite más veces de lo que parece), pasa de ordenar el ingreso en la cárcel de algún drogadicto que ha robado algo y lo pone bajo la responsabilidad de Rojas y Jiménez (que llegaron a encadenarse en las puertas de la prisión Sevilla1 para pedir la excarcelación de uno de sus pupilos), también el alcalde tiene el esencial detalle de proporcionar trabajo a los chicos recién desintoxicados. 

Ahí está, sin ir más lejos, Luis Aguilar García, que llegó a ser detenido tres veces en un solo mes, dándole a la perforadora neumática en una calle del pueblo. El alcalde Hermosín también tiene la costumbre de regalar placas y bandejas de gratitud a la comisaría, pero Rojas y Jiménez, aunque valoran el detalle, lo tienen muy claro: «Ya podían regalarnos menos bandejas y dejarnos un piso para los chavales».

Rojas y Jiménez están embalados y concentrados en lo suyo, y hacen bien, porque, además, saben que con que surgieran en el Cuerpo un centenar o dos de vocaciones como la suya se acabaría hasta el terrorismo en el País Vasco: «Ahora tenemos un chaval, José Alvarez Navarro, que se desenganchó con nosotros pero que, como tenía un montón de causas acumuladas por robo, se enfrenta a una pena de 20 años si no le dan un indulto. El chico se ha quitado, y los propios presos, que lo saben, no se acercan a él a ofrecerle nada. Pero si alguno tuviera la idea, o él mismo, que la vida en la cárcel es muy dura, ahí están los cuatro presos de ETA, que se han convertido en sus guardianes, y no se separan de él ni cuando va a mear, por si acaso. 

Los de ETA, está claro, son en la calle nuestros enemigos, pero nosotros estamos luchando contra la droga, y los que están en Sevilla1 nos están ayudando un montón». Gabriel Jiménez y José Antonio Rojas, esos dos buenos maderos que ni duermen ni nada pero que son felices y les quieren las señoras, y los gitanos, y los «yonquis», no necesitan fama ni dinero, porque, como ellos dicen, «ya quisieran muchos policías que les dieran besos en medio de la calle». El niño que se zambullía en las aguas del Guadalquivir para disfrute de los americanos y el niño sagaz que ya de chico investigaba cuanto se ponía a su alcance no han traicionado la calle, ni a la gente, que les enseñó a vivir. 

Ahora, más que policías, son como oftalmólogos que van devolviendo la luz a los ojos apagados. Porque si los jóvenes no las ven, ¿para qué sirven las fuentes, y las calles bien pavimentadas, y las flores, y esas palmeras tan bonitas?

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