La fantasía de Odeim

Por cada joven víctima de la violencia, hay tres adolescentes agresores. José Rabadán está entre los segundos. Mató a espadazos a su familia porque quería estar solo. Adicto a los videojuegos violentos y las artes marciales, los especialistas niegan que esté loco

Me gustaría hablar con él. Yo le miraría a la cara y le diría: ¿por qué lo hiciste, José? Y sé que a mí me lo contaría, seguro». A Pedro López, el francés, amigo de su padre, vecino y mentor en las artes marciales, no le convencen del todo las explicaciones que el adolescente de 16 años José Rabadán Pardo ha dado de su triple crimen (padre, madre y hermana) a la policía y al juez: «Quería estar solo en el mundo, que mis padres no me buscaran».

Pedro necesita más porqués. Ahora ha sabido que el joven llevada dos o tres semanas anunciando a dos amigos -«¿cómo será el mundo sin ellos?», les repetía- que mataría a su padre. Verbalizar sus fantasías se convirtió para Rabadán en un ejercicio de disciplina guerrera, en una manera de «obligarme, de ejecutar el plan que ya tenía decidido». Y como Squall Leonhart, el héroe de su videojuego preferido (Final Fantasy VIII) en el que parece haberse mimetizado, desenvainaría la katana que su propio padre le compró por 18.000 pesetas sin decir nunca el precio a su madre, atacaría letalmente a los suyos sin pensárselo dos veces y luego se iría a Barcelona en busca de su princesa (su particular Liona Hertilly, la heroína virtual, se llama Sonia, tiene 14 años, vive en Terrassa y la conoció a través de Internet) convertido en un verdadero samuray. Aquella madrugada no morían sólo su padre, su madre y su hermanita rubia de 11 años con síndrome de Down.

El 1 de abril del año 2000 fue la fecha elegida por José para enterrar para siempre al adolescente taciturno y solitario, de pocos amigos. Al muchacho consentido -tenía ordenador, videoconsola, teléfono móvil, mountainbike y el compromiso paterno de una buena moto en pocos días- que tuvo que fugarse hace meses para que el padre comprendiera que no quería seguir yendo al instituto, que prefería convertirse en aprendiz de soldador. Fue un crimen y un parto: nacía el nuevo José. Pero a diferencia de con los videojuegos (Liona termina transformando al joven Squall en un hombre nuevo, un guerrero indestructible), esta vez la sangre no era virtual. Llegó hasta sus calzoncillos y se subió por las paredes del segundo piso sin ascensor del número 20 de la calle Santa Rosa, en el barrio murciano de Santiago el Mayor. Allí todos han reparado ahora en el gran parecido entre José y Squall. No fue siempre así.

Cuando Pedro López regresó de Francia, José Rabadán (nació el 26 de mayo de 1983) tenía sólo cinco años y el pelo siempre corto. Su padre y Mercedes Pardo enseguida, en agosto, tuvieron a su segundo hijo. Fue una niña, que bautizaron como María Mercedes, y nació con el síndrome de Down. Que José creció apesadumbrado por la enfermedad de María lo sabían hasta la jefa de estudios y la psicoterapeuta del instituto que terminó dejando. También Pedro: «Él le tenía mucha lástima a la niña». Por lo demás, fue siempre un chico normal, que hablaba poco pero sonreía a las vecinas en las escaleras de su bloque. Un día que acompañó a su padre a la casa de Pedro el francés, éste le desenfundó una katana (espada de samuray) que colgaba de la pared y el niño mostró gran interés.

«Empecé a prestarle revistas de Bruce Lee y le enseñé un quimono que me había traído de Japón el profesor Onaga, mi maestro de kárate. Le prometí que se lo regalaría si alguna vez era lo suficientemente bueno», recuerda Pedro. Para el francés fue un orgullo ver cómo el crío decidía apuntarse a un gimnasio; le recordaba a su juventud. Para el padre, camionero, el asunto casi fue un quebradero de cabeza: José mostraba mucho más interés por el ninjitsu o el taekwondo (era cinturón amarillo) que por los estudios. Pero mejor eso, o su desmesurada afición por encerrarse en su cuarto con el ordenador (un Pentium III por el que su padre pagó más de 300.000 pesetas), a que se maleara en la calle con tantos peligros como acechan a la juventud, debieron de pensar padre y madre.

«El niño tiene una vida interior muy compleja», ha dicho su abogada defensora, quien asegura que el joven arrastra un historial de depresiones. Los especialistas (psicólogos, psiquiatras, forenses...) no terminan de ponerse de acuerdo sobre qué pudo pasar por la cabeza de un adolescente aparentemente normal para rebasar todos los límites de lo imaginable. Él sigue diciendo que quería a su familia, que siente «incertidumbre por saber qué le pudo pasar a su padre por la cabeza» cuando se vio atacado con la espada japonesa. El móvil no fue el odio que ha alimentado tantos de los crímenes más atroces de la España profunda. ¿Confundió José el mundo de los vivos con la realidad virtual de los videojuegos y fue incapaz de apagar a tiempo el interruptor del ordenador?

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