Una plaza agonizante

La Plaza de Castilla es una cavidad desolada e incierta, donde, cada día, una marea de coches confluye entre las olas del asfalto, levantado por las máquinas que excavan las capas epidérmicas del cruce de caminos más cotizado por su valor potencial en la espina dorsal de Madrid. Todavía pueden verse las montañas doradas dibujando la línea del cielo entre carteles publicitarios y el perfil afilado de las grúas que se elevan sobre los desechos de la construcción y las tripas de la ciudad impúdicamente expuestas al viento. 

El proyecto presentado recientemente se llama «Utopía» y vendrá a sumarse en este trágico escenario a la operación de las torres «KIO». Pretenden construir un auditorium y oficinas en los terrenos del Canal de Isabel II. Según los gigantes idealistas de la Historia, «Utopía» es el plan ideal de gobierno en que todo está perfectamente determinado, procede esta voz de la obra Utopía de Santo Tomás Moro, de La República de Platón y La ciudad de Dios de San Agustín.

«Utopía», según otros, es el «complejo cultural» para la música y las artes escénicas que comprende un auditorio estable para los artistas, como plataforma de lanzamiento de nuevos valores y espectáculos de vanguardia. Entender la Música como elemento de educación, verdadero, solaz de los hombres libres, la música imitación directa de las sensaciones. 

Cada vez que las armonías varían, las impresiones de los oyentes mudan. Al oír una melodía lastimosa el alma se entristece y se comprime, otras melodías proporcionan una calma perfecta. Si el sentido del nuevo proyecto fuera filantrópico y favoreciese a la mayoría de los ciudadanos como un lugar accesible a todos que saciase los anhelos de los habitantes de la ciudad sería recibido con ilusión, pero las personas han dejado de creer en los proyectos políticos. La Realidad como nos demuestra la experiencia será otra, el futuro mastodonte traerá consigo la densificación masiva, el veneno contaminante de la polución por el incremento del tráfico y los humildes desvivirán cada día inmersos en su combate de supervivencia.

No les quedará más espacio en su vida para soñar en el metro con la mirada perdida en los rostros cenicientos de los que ocupan el asiento de enfrente, imaginando otras vidas pegados al televisor y escuchando absortos el estridente sonido de batalla para recobrar fuerzas otro día más. El «Poder» una vez establecido y consolidado necesita sentirse redentor y abrazar las «Artes», amparar sus actos bajo el frágil velo de telaraña de las musas. El nuevo proyecto se llama «Utopía», cuando nunca tan alejados estuvimos de la «Realidad Poética».

El proyecto ocioso llamado «Utopía» servirá de recreo para los mismos truhanes que tan al margen viven de la realidad hiriente de los miles de seres dislocados que entregan su esfuerzo a la gran ciudad. Se construyen quimeras por doquier, creaciones de la imaginación tomadas como realidad e inscritas en la otra Realidad que respira y se transforma, falsas ilusiones hacia el futuro sueño de abrirnos al mundo moderno, el año 92 como engañoso límite de crecimiento brutal y cuando llegue el 92 no sucederá nada, el nervio vital de la ciudad seguirá palpitando oculto bajo la máscara de fango que cada minuto vierten sobre Madrid. 

Las flores del mal, serán flores de un día, el veneno que traspasa las entrañas urbanas no puede tener un poder determinante para su porvenir. Seguirán naciendo y creciendo figuras humanas con el corazón lleno de ilusión y ardiente, incansables, que impedirán que esta ciudad aparentemente dormida pierda su alma para los que vendrán a sucedernos.

La Plaza de Castilla agoniza como espacio ancho y libre dentro de la ciudad durmiente. Muere como ágora y se transforma en un Circo Patético, en un carnaval tétrico donde los payasos gesticulan insomnes ademanes aturdidos y macabros levantándose sobre los restos de esta ciudad desencajada en que se está convirtiendo Madrid. La publicidad sorda, insensible, avara repitiendo con voz íntima y desquiciada su mensaje entre lo escombros, «lo importante es vender», «todo tiene un precio», «la felicidad puede comprarse», lo esencial es el dinero por encima de cada hombre que nace y muere en la ciudad. 

Los carteles luminosos clavados en todas partes convierten la ciudad en un cementerio brillante y ciego, mientras las máquinas rompen sus entrañas a la Naturaleza para erguir monstruos torcidos, auditorios, centros de convenciones y todas las cenizas que deslumbran y engalanan el rostro macilento de esta inculta capital que, por desgracia, se prostituye imitando a las «Metrópolis del dólar» como un triste chimpancé danzando al borde del abismo.

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