Un psicópata de los vídeojuegos
Una psicopatía larvada podría explicar, en opinión del psicólogo criminalista de la Universidad de Valencia Vicente Garrido, el brote parricida. Para Emilio Pérez Pujol, director del Instituto Anatómico Forense de Cartagena, el adolescente murciano es simplemente un psicópata. «Y no es un modelo infrecuente», añade antes de contar casos acontecidos en los últimos años en la región: el niño de 15 años de Benijófar que, en 1994, asesinó a sus padres a tiros (dejó una nota escrita para despistar: «Mamá, estoy en casa de los abuelos») porque no le dejaban ir a reunirse en Suiza con una prima de la que estaba enamorado; el joven de 18 años de La Aljorra que estranguló con un calcetín, y simuló un secuestro, a un amigo deficiente el día que dejó de entregarle el dinero que sacaba de una cuenta de ahorros familiar; el chaval de 19 años de La Unión que acabó con su abuela ese mismo 1993 porque le negó, por vez primera, el dinero que le pedía (6.000 pesetas)...
«Se trata», explica Pérez Pujol, forense enviado por España para estudiar los crímenes serbios en Kosovo, «de personas anestesiadas morales, con una baja resistencia a la frustración y una escasa capacidad de remordimientos». «El crimen de J.R.», concluye, «es un acto cuerdo de una persona que no es normal».
Nadie habla de locura, ni el juez que le oyó contar cómo mató a su hermana «para que no sufriera», después de verla llamar desconsolada a la madre muerta. María José Díaz-Aguado, catedrática de Psicología de la Educación de la Universidad Complutense, está convencida de que las categorías psiquiátricas tradicionales no sirven para entender determinados comportamientos adolescentes en un mundo en plena revolución tecnológica que está trastocando también las relaciones padres/hijos. En la adolescencia, una etapa siempre cargada de incertidumbres, los jóvenes de hoy están «más expuestos que nunca a la violencia». Hay quien lo tiene cuantificado: un alumno de primaria ha visto, por término medio cuando finaliza el curso, 8.000 asesinatos y 200.000 actos violentos en la pequeña pantalla.
El joven murciano sumaba a ese caudal cruento los contenidos de sus videojuegos, las lecturas de revistas de lucha (Budoka, Dojo, Cinturón Negro, que le compraba su madre porque a él le daba vergüenza), el visionado continuo de películas de justicieros y sus incursiones en el mundo esotérico. En su cuarto, empapelado con posters de guerreros, aparecieron dos libros (Ave Lucifer y Tratado esotérico de la magia y el ocultismo) que hicieron pensar que la muerte de sus familiares podría haber tenido un guión satánico.
Pero más allá de que le sirviera para ligar de farol, pues se sabe que José intentó fascinar a su chica catalana contándole vía Internet que encendía velas negras sólo con el poder de su mente, las lecturas esotéricas del adolescente lo único que hicieron fue aumentar su empanada mental. El extraño nombre de Odeim, con el que firmaba los mensajes que mandaba a Sonia, tenía una explicación nada sobrenatural: es «miedo» escrito al revés. Él no es ni un experto en ocultismo ni sabe derituales satánicos. Cree en Dios -su justicia es a la única que teme, dijo al ser detenido- y también en la reencarnación: «La vida es como un vaso de agua. Si el cristal se rompe, el agua se desparrama pero sigue existiendo».
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