Los locutores deportivos y su desidia
Sufriendo las retransmisiones deportivas y oyendo los rutinarios comentarios que las acompañan, uno llega a plantearse la existencia de un libro de estilo, o de unos códigos ocultistas, planificados por un experto en mass-media, y con un objetivo, consistente en saciar las entendederas de los espíritus sencillos. Es milagroso que un locutor te transmita pasión inteligente, un clima emparentado con el espectáculo que ofrecen, comentarios críticos que tengan auténtica relacion con las imágenes, naturalidad atractiva, conocimientos que no se limiten a la estadística o al dato aséptico, emocion con capacidad de contagio, gracia genuina, ausencia de tópicos.
Aunque el color de mi piel sea blanco, siento una ;especie de arcada cada vez que un locutor paternalista e involuntariamente soez, define a un jugador de color con un pretendidamente campechano «el negrito». Suena a racismo amable, a alarde ingenioso del más tonto de la clase, a chiste sin gracia de un oficinista aburrido, al estilo coloquial más polvoriento. Imagino que resulta excesivamente ingrata la necesidad de estar hablando sin parar durante un par de horas y el dotar de dinamismo a la narración de lo real, de lo que está ocurriendo delante de tus ojos. Supongo que no es fácil adornar e inyectar un mínimo de interés a lo que muchas veces es exclusivamente insoportable. Estoy patéticamente convencido -de que no es posible ser sublime sin interrupción.
No exijo licenciados en metafísica, sociólogos del deporte, showmen de primera clase, como personajes insustituibles para comentarme un partido de fútbol. Bastaría con auténtica profesionalidad, con no agredir al diccionario ni a la racionalidad, con su autoconvencimiento de que los receptores y los deportistas a los que entrevistan poseen un mínimo de cerebro, con que perdieran su miedo a los silencios, a las pausas y a los inevitables tiempos muertos, con que alguna vez expresaran en lenguaje correcto lo que percibe nuestra retina. Un espíritu pragmático no sufriría con estas deficiencias ancestrales. Se limitaría a quitarle el sonido al televisor y a deleitarse con sus solitarias ocurrencias ante las jugadas de Butragueño o el sistema de juego del Milán. A cambio, correría el riesgo de acabar sonado.
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