El sábado noche de los ministros

A las diez y cuarto de la noche del sábado 12 de enero Alfonso Guerra vuelve a su casa de Sevilla. A esa misma hora los ministros Solchaga y Aranzadi cenan en un restaurante madrileño con sus esposas. En otro lo hacen Joaquín Almunia y José María Maravall. 

La conversación de los cuatro se centra en las consecuencias de la dimisión aceptada de su gran rival en el Gobierno y en el partido, de la persona que les aplastó en el Congreso Federal hasta el punto de sentirse públicamente «derrotados». 

En las antípodas de sus intereses y juicios de valor están las tres personas que ese atardecer han visto llegar la noche en el complejo de La Moncloa: Virgilio Zapatero, Sáenz Cosculluela y Matilde Fernández. No se explican lo sucedido y temen las consecuencias. 

Saben que ya nada será igual, que el «gran paraguas» de Alfonso va a desaparecer en el Gobierno, convertido en un agudo y selectivo estilete desde el partido. Los dirigentes del PSOE se «cuelgan» el fin de semana de los teléfonos. 

Una nueva etapa se abre dentro del partido, en las relaciones entre el partido y el Gobierno, y en las relaciones del partido con la sociedad. Muchos encuentran, en esos momentos, justificación a las palabras de Felipe González en el 32 Congreso, cuando reclamó y quiso consagrar su independencia absoluta para formar el Ejecutivo. 

Alguno recuerda una frase, ya antigua del presidente: «La tarea de Gobierno hace que las relaciones personales se vayan enfriando...». La alargada sombra de Juan Guerra es vista de forma espectral, aplastando a su hermano, obligándole al adiós, buscando en el alejamiento de las luces del Gobierno el deseado olvido, la ansiada y difícil regeneración. Los que conocen a Felipe González y Alfonso Guerra desde hace veinte años saben que las relaciones personales entre ellos han sido escasas. Han predominado las relaciones políticas, por encima de sus gustos y aficiones personales, por encima de las familias.

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